Mis dilemas con el feminismo

Mar Montilla

Me crie en el seno de una familia tradicional en la que las funciones masculinas y femeninas estaban tan diferenciadas como en la mayoría de los hogares españoles de la época. Mi padre aportaba el sustento y mi madre se ocupaba de la casa y las niñas. No tuve hermanos varones, pero supongo que de haberlos tenido hubieran gozado de mayor libertad y menor toque de queda que nosotras. Sin embargo, al rememorar a ese padre joven —el mío— contemplo a un hombre que se arremanga y friega platos, barre o cocina; observo a un hombre con una actitud abierta al diálogo cuando se debaten ciertos temas; y en contraposición veo a una madre —la mía— que pone el «no» por delante del más mínimo atisbo de avance, de modernidad. La machista era ella, no él; la que otorgaba el poder a los hombres y opinaba que la mujer debía permanecer en un segundo plano era ella; la que nos repetía incansable que debíamos llegar vírgenes al matrimonio y advertencias similares era ella.

Por aquel entonces yo albergaba la idea de que el feminismo era a las mujeres lo que el machismo a los hombres. Imaginaba a las feministas como unas charlatanas alborotadoras que se creían superiores al resto de los humanos y quemaban sostenes en actos públicos a los que solo podía poner fin la intervención policial. Aunque me rebelaba contra todo lo que mi conservadora madre trató de inculcarme y me autoproclamaba defensora acérrima de la igualdad entre hombres y mujeres, aún no entendía que eso era el feminismo. Era feminista sin saberlo. Poseía una valiosa intuición que me permitía ver más allá de mi entorno. Crecí, leí, aprendí, evolucioné. También fue un sexto sentido el que me instó a descubrir la diversidad de género y de orientación sexual. Recuerdo como si fuera ahora la primera vez que vi en la tele a Bibiana Fernández con aquella mata de pelo rizado, negro, y aquellos labios rojo fuego, tan bella, tan andaluza. Explicaba su historia delante de las cámaras con el desparpajo que la caracteriza. «Pero… ¿cómo va a ser un hombre?» decía mi padre. «Es que no es un hombre; es una mujer», reivindicaba yo, porque era lo que mis ojos veían y con eso me bastaba. Nadie en su sano juicio renunciaría a los privilegios masculinos porque sí, por un simple capricho, por una moda.

Hasta hace muy poco pensaba que feminismo solo había uno y englobaba en su batalla a todas las mujeres. Cómo iba a sospechar que hay feministas que solo defienden a las hembras biológicas. Es un pensamiento tan retrógrado que parece más propio de personas que han vivido aisladas y sin acceso a la cultura, que de escritoras que han ganado importantes premios y publican artículos en diarios de gran renombre o profesoras que imparten Antropología Cultural en la UAB.

Bendita sea mi intuición, que me ayudó a responder con naturalidad a las complicadas preguntas que mi hija me hacía —cuando aún no sabíamos que era una niña— acerca de si un chico puede tener novio, si una chica puede tener novia, si un muchacho puede darse cuenta, de repente, de que en realidad es una muchacha, o de si una muchacha puede descubrir que es un muchacho.

Bendita sea mi intuición, que me aleja años luz de esas feministas radicales que excluyen a mi hija de la lucha por los derechos y la igualdad; y no solo la excluyen sino que logran que se muestre insegura y temerosa en espacios en los que debería sentirse arropada y protegida. ¿De verdad es este el feminismo que queréis? Confío en que algún día se os ilumine la mente.

 

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