RETAHÍLAS: Gritar sin voz

A menudo siente que todos tiran de ella: los hijos, los padres, el marido, la amiga con problemas. Es la que calma, la que escucha, la que templa los ánimos, la que siempre dispone de tiempo para un café con charla terapéutica. Mediadora, enfermera, asistente personal. Lo hace con gusto, incluso se ofrece ella misma, sin que se lo pidan. Nadie se lo agradece y no parece importarle, tiene tan asumido su papel que ni se lo cuestiona. Los demás tampoco.

El desgaste aparece poco a poco y se le mete en los huesos, silencioso, transformándose en tristeza, en insomnio, en ganas de llorar. Y muy de vez en cuando toma conciencia de su propia existencia y comprende que ella también necesita sentirse arropada. Echa de menos dejarse caer sabiendo que alguien la sujetará. Necesita un abrazo, unas palabras de aliento, un poderse desahogar a sus anchas, sin que la juzguen. Se cansa, pero calla. Se enfada, pero no lo expresa. Aunque se indigna, y mucho, no lo verbaliza. Es la olla a presión que olvidaron retirar del fuego y está a punto de estallar… pero se contiene.

Aprendió a soportar las quejas sin quejarse. La enseñaron a aguantar carros y carretas, y lo tiene tan interiorizado que cree que forma parte de su ADN, por el mero hecho de ser mujer. «Tú ver, oír y callar». «Las niñas buenas obedecen y no replican». «Si te dan una bofetada, ofrece la otra mejilla». Es la madre, la amante, la maestra. Es ella, eres tú, soy yo. ¿De qué sirve tanta lucha feminista si nosotras mismas no somos capaces de poner límites y soltar un rotundo y claro NO? ¿De qué sirve gritar sin voz?

MAR MONTILLA

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