Retahílas. Las manos de una desconocida

Como tantos de su generación, mis octogenarios padres son de rutinas fijas, y las mañanas de los viernes hacen la compra semanal. Yo les acompaño y el recorrido por los pequeños comercios del barrio La Marina apenas varía. La misma pescadería, el quiosco de la esquina para adquirir el As, la pollería del mercado, la frutería de siempre.

Solo dos autobuses van a Can Clos, que es donde viven, o sea que tras el ritual esperamos en la parada y nos subimos al primero que llega. Preferimos el 13, pero el pasado viernes nos tocó el 125. Lo conducía un hombre joven, moreno, con barba. Mi padre no nos acompañaba en esta ocasión por problemas de salud.

Después de asegurarme de que mi madre estuviera bien sentada, até el carro —que iba hasta los topes— en el lugar que corresponde y ocupé el asiento plegable que hay al lado. Tenía la sensación de que el conductor tomaba las curvas a más velocidad de lo prudente, pero no le di importancia. Hasta que resbalé de mi asiento, caí al suelo y el carro se me volcó encima. Me asusté al ver que mi madre se incorporaba de golpe y trastabillaba. Logré enderezar el carro, pero yo no podía moverme. Me quedé encajonada. Unas manos se extendieron hacia mí y me aferré a ellas, que tiraron con fuerza, hasta lograr levantarme. ¿Creéis que el conductor hizo o dijo algo? Nada. Absolutamente nada. Aquella desconocida ataviada con hiyab me miró en silencio y yo le di mil veces las gracias. Fue la única que me ayudó.

Cuando me bajé del vehículo me temblaban las piernas y me eché a llorar, aunque estaba ilesa. Más que el cuerpo, me dolía el alma.

Mar Montilla

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