Chris El-Bahr
Cuando era una criatura inocente de apenas siete años, ajena a aspectos tan arraigados en la sociedad como son el juicio, la discriminación y la opresión, le pregunté a mi madre si era normal que a un chico le gustaran los chicos y a una chica las chicas. Respondió que sí, con naturalidad.
No mucho después, la palabra “maricón” se convirtió en algo común en mi día a día, en boca de los mismos niños que me usaban para su despertar sexual en los baños del colegio. Crecí pensando que era el único “maricón” del barrio. Me robaron la adolescencia a base de golpes y besos clandestinos. Crecí soñando con una vida más allá de estas calles en los confines de Barcelona, anhelando entre lágrimas la libertad que, ciertamente, encontré lejos de aquí.
Desde entonces varias identidades, hormonas y alguna cirugía han atravesado mi cuerpo, que hoy se erige como trans.
Salir del barrio me regaló una apertura al mundo exterior, pero sobre todo hacia mí misma, nutriendo sentimientos que tan solo eran una semilla en mi interior. Y fue justo esa huida la que me hizo reconciliarme con este lugar.
Antes pensaba que las siglas LGTBIQA+ se reducían únicamente a la “G”. Una vida que parecía sacada de un cartel publicitario del Pride BCN. Tuve la suerte de toparme con colectivos activistas y descubrí aquella cara de mi comunidad consciente de nuestra lucha y que resonaba más conmigo.
No tardé en descubrir que aunque a todes nos unía la misma causa, los orígenes propios de cada une marcaban a fuego una brecha de privilegios que se reflejaban en su activismo.
Hice las paces. Jamás olvidaré el manto de dolor que cubre todos los recuerdos de mi adolescencia, el temor que aún me causa salir a la calle, los traumas que florecen cada vez que me relaciono con hombres cisgénero, pudiendo contar con una mano los vínculos verdaderos, sexoafectivos o de amistad, que en toda mi vida he sido capaz de formar con ellos (y me sobran dedos). Pero, aunque no olvide, soy consciente de los privilegios o no, que a todes nos atraviesan.
Del privilegio de poder dedicarse en cuerpo y alma al activismo, pasar los días en charlas, asambleas, dando formaciones y que, aún quede tiempo para devorar libros; el privilegio que supone poder permitirse estar siempre en primera fila en las manifestaciones, que te identifiquen o detengan, pues nada va a suponer una multa de 600€ o porque tampoco existe el riesgo de enfrentarse a una deportación; el privilegio de poder estudiar en un instituto del centro de la ciudad, como yo misma experimenté durante mis años en bachillerato, en los que no recibí ni una sola mirada de juicio por mi identidad, frente a la violencia diaria que sufrí en mi barrio.
El exilio me dio alas, pero también me enraizó, enorgulleciéndome de quien soy y haciéndome comprender que, aunque la huida es a veces necesaria, en ocasiones se requieren personas dispuestas a quedarse o bien a regresar, para así tratar de cambiar las cosas desde dentro.