En Can Clos, el barrio en el que crecí, hay unas cuantas mujeres sin edad —entre ellas mi madre— que han encontrado una manera inteligente y entrañable de ocupar sus horas de ocio, ese tiempo libre ganado a pulso después de una vida entera de sacrificio, trabajo y crianza de hijos —sobrinos, nietos, biznietos…—. Se reúnen con la excusa de hacer manualidades, entre otras cosas. Unas cuentan chistes, otras les ríen las gracias. Puede incluso que se vengan arriba y entonen alguna copla de Manolo Escobar, con carcajadas de fondo. Se preocupan unas por otras, hacen piña, se respaldan. Y mientras charlan, sus manos tejen mantas maravillosas o vestidos para muñecas que sin ellas estarían desnudas, y que gracias a ellas harán felices a un puñado de niñas. Y mientras cantan, sus dedos habilidosos crean mil flores de papel para alegrar sus propias primaveras y las de los demás, haciendo de nuestro mundo un lugar más bello.
Me recuerdan a la película Donde reside el amor —inspirada en la novela Coser y cantar, de Whitney Otto—, en la que un grupo de señoras se dedica a confeccionar un tapiz a base de retales. Cada una plasmará su propia historia en un pedazo de tela y luego los unirán todos. Cosen, hablan de sus amores y desamores; se pelean, se reconcilian; ríen, lloran. En una palabra: crean sororidad —esa hermandad espontánea que surge entre féminas—. Como las mujeres de Can Clos, cuya generosidad de espíritu es tan grande. ¡Ellas ni siquiera le dan importancia! Lo hacen respondiendo al impulso de sus CORAZONES SOLIDARIOS. Pero yo creo que son extraordinarias.
Mar Montilla
Quina enveja de vosaltres les dones, que teniu aquesta solidaritat de gènere!
Tothom ens en servim, aquesta és la sort del món, però ens aniria millor si els homes (els mascles de l’espècie) hi aportessim un gra d’aquesta mateixa sorra.