Se ríe a carcajadas. Sale con sus amigas de la discoteca/fiesta y la alegría inunda cada poro de su piel. Camina deprisa, corre, brinca. Habla hasta por los codos. Le brillan los ojos. La madrugada es joven, casi tan joven como ella. ¿Cuántos años tiene? ¿Dieciséis, diecisiete, veinte? El azul marino del cielo se llena de estrellas, risas, cháchara distendida. En algún momento se dispersan. Una va a coger el autobús, otra el tren, otra vive ahí al lado. Se despiden con promesas de escribirse al día siguiente.
El depredador aguarda agazapado en la oscuridad. ¿Qué habrá en su cabeza? ¿Lo ha planificado o improvisa sobre la marcha? Me pregunto si tiene hermanas, hijas, sobrinas, madre. Espera a que se quede sola. Sin embargo, es probable que él vaya acompañado. Quizá sí, quizá no. Puede incluso que actúe en manada.
Ella recuerda lo bien que lo han pasado y desea que llegue rápido el próximo finde. Han bailado tanto que le duelen los pies. Han reído tanto que mañana tendrá agujetas en el estómago. Sonríe, feliz. En su casa, su familia la espera. Él la aborda en la esquina/descampado/portería. Con un movimiento raudo se lanza sobre su presa. Imagino la cara de espanto de la muchacha al verlo venir. Se desvanece la dicha, el destello en la mirada. Forcejeo, incredulidad. Unas manos —dos, cuatro, tal vez diez—que sujetan, rasgan, vejan. Impotencia, rabia, llanto contenido. Un grito que desgarra la noche. Algo que hace crac y se rompe para siempre. Él huye, como el cobarde que es. Ella yace inerte, rota, aferrándose a un hilo de vida. Silencio. Dolor, dolor, dolor.
MAR MONTILLA