La polémica provocada por la Ley Trans —no la propuesta por Irene Montero, sino un triste sucedáneo— me ha obligado a reflexionar sobre algunos aspectos del feminismo en los que hasta ahora no había reparado. Dicha ley permite la libre autodeterminación de género —bastará la voluntad de una persona para cambiar el nombre y el sexo en el DNI— y representa un gran avance, aunque no cubre por completo las necesidades del colectivo —deja fuera a las personas no binarias, a las menores y a las migrantes— y enfurece a las feministas más radicales, las que piensan que la condición femenina viene determinada por el hecho de nacer con vagina, útero y capacidad para gestar, parir y amamantar.
Entiendo el feminismo como la lucha por la igualdad de derechos entre los seres humanos, sin distinción de género. Me cuesta creer que haya féminas que rechazan a sus congéneres más vulnerables a la exclusión social y a la precariedad laboral. Pero las hay. Para las transexcluyentes, una mujer trans no es más que un hombre disfrazado. Estoy en total desacuerdo. No son los genitales los que definen la identidad de género, sino un proceso psicológico interno mucho más complejo. Arguyen que la aprobación de la Ley Trans supone un retroceso en los logros feministas. Afirman, entre otras cosas, que los baños públicos dejarán de ser espacios protegidos. ¿Y no se paran a pensar en cómo se siente una chica trans obligada a compartir vestuario con un montón de chavales en plena ebullición hormonal? Que no, que sus argumentos no me convencen. Si no es transfeminismo no es feminismo.
MAR MONTILLA