Mi madre a veces me cuenta anécdotas de cuando era apenas una púber dejando la niñez atrás. Era típico por aquel entonces que muchachas jóvenes y mujeres maduras formaran un corrillo para coser o bordar. Las veteranas enseñaban a las novatas, y si alguna tenía la suerte de no ser analfabeta, les leía historias, para amenizar sus labores.
Recreo la escena y sospecho que aquellas reuniones iban más allá de aprender a subir dobladillos, zurcir calcetines o remendar pantalones. Las visualizo haciéndose confidencias íntimas; dando o recibiendo consejos; cotilleando sobre fulanita o menganita. Muertas de risa o sumidas en el llanto. Enzarzadas en discusiones tontas o contando chistes malos. Hasta me las imagino cantando coplas. Pero si una de ellas estaba en apuros seguro que todas las demás la arropaban y consolaban.
Me sorprende comprobar que la palabra «sororidad» fue usada por primera en España por Miguel de Unamuno, en un texto publicado en el año 1921. Sin embargo, no ha sido reconocida por la RAE hasta el 2018.
La feminista mexicana Marcela Lagarde la define como «amistad entre mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo, para vivir la vida con un sentido profundamente libertario».
Me quedo con estas palabras de Raquel Gil, concejala de Feminismes i Memòria Democràtica de l’Ajuntament de Barcelona: «Hay que seguir creando redes y apoyarnos entre nosotras, para tener la sororidad como elemento de crecimiento personal, pero también como elemento de crecimiento social».
Mar Montilla