«No se pueden llevar los animales»

El Ajuntament de Barcelona estudia trasladar los animales de la Masia Can Mestres

«Arrogante irrumpe el gallo.»

El poeta Jorge Guillén empieza así su soleado «Gallo del amanecer». Se trata de un canto a la vida, no exento de fe. Por alumbrar los días, a esta ave doméstica se le perdona la chulería en el corral.

El viejo gallo Manolo de la Masia de Can Mestres (Ferrocarrils Catalans, 12) va camino de cumplir los diez años. Y su cacareo amarillo y señorón despierta a más de uno en el barrio de Can Clos.

Le echa maíz el vecino de los Pisos de Núria Benito Sánchez (Bélmez de la Moraleda, Jaén, 1943). Voluntarioso, noblote, fumador de rubio, Benito abre la verja de Can Mestres a las siete de la mañana, si no antes.

Desde hace cuatro años, labra el huerto de la parcela número 36, en la que ha plantado acelgas, tomates, pimientos, berenjenas, lechugas, rábanos y espinacas.

«A mí me gusta. Aquí, dando el callo, yo he perdido cinco kilos», se complace, y se quita la camiseta para que se vean bien sus octogenarios abdominales.

De manera altruista, da de comer a los animales que viven en la granja. A todos ellos les distingue por algún rasgo característico o peculiar, ya sea el color del pelaje o del plumaje, o el barbillón, la cresta o las patas cortas.

En la Masia Mestres convive el gallo Manolo con dos cabras locas, cinco patos, dos ocas, seis conejos y diez ovejas, una de las cuales se llama Filomena, nombre que le puso Benito por haber nacido en enero del 2021, durante la borrasca que sepultó de nieve media España. «Filomena es mi niña, si me oye hablar se acerca.»

«A primera hora esparzo el pienso y el maíz, y abro las casetas para que puedan pastar en el prado. Luego remojo algo de pan duro para dárselo a los patos», dice, con el sudor seco en el cuerpo. «Pero no se trata solo de darles de comer, luego hay que limpiar las cuadras, barrer bien. Y poco antes de las dos los encierro. Mientras, me pongo con el huerto.»

Benito Sánchez ya sabe lo sacrificado que es el trabajo en el campo. Él llegó a Barcelona en 1950, y se instaló con la familia en las barracas que había detrás del cuartel de Lepanto, donde hoy se alza la Ciutat de la Justícia.

Con el pasar de los años, se haría un hombre de provecho, con las mismas ganas de progresar que le ponían los protagonistas de La familia de Pascual Duarte. Acabó como oficial de primera en la factoría automovilística Seat, donde se jubiló.

A Benito le ayuda con los animales Pedro Climent (Barcelona, 1957). Pedro cuida del huerto de la parcela 33, su «despensa»: ajos, cebollas, guindillas, calabazas, brócoli, patatas y calçots.

«Vas aprendiendo de los demás las temporadas de cada semilla. Yo venía aquí porque mi vecina Julia tenía un huerto urbano, y al final me fui aficionando. Y ahora que estoy jubilado, tengo tiempo y paciencia. Disfruto viendo crecer las matas. Y luego, a la cazuela…», explica Pedro, de voz cavernosa, romana altura y brazos de cabestrante. «A veces no crece nada. Y tengo mala mano para según qué siembra. Claro, tendría que ser ingeniero agrónomo para conocer de veras la calidad de esta tierra, si le sobra hierro o le falta manganeso.»

Pedro Climent montaba ferias y congresos, nada que ver con la labranza.

Empadronado en Consell de Cent, se desplaza de lunes a viernes hasta la Marina.

«Fíjate que aquí también tienen huertos entidades como Cáritas, para conseguir alimentos sin depender de donaciones», anota.

La pareja formada por Benito Sánchez y Pedro Climent nunca pierde de vista el rebaño.

En este cometido de tener cura de las bestias, sustituyen a Antonio Cuevas (Reocín, Cantabria, 1930), que reside en la calle Olzinelles, en Sants. Por su edad, Antonio ya ha dejado la carretilla, aunque sigue disfrutando de las visitas a la masía.

«Los fines de semana esto se llena de familias con niños pequeños», presume, con los ojos del filósofo Emilio Lledó (El epicureísmo). Algo de Sófocles, de epigrama y de espartano tiene este hombre sencillo y hecho de miel y corteza.

«Con menos de 14 años ya me empleaba en una vaquería, y estuve en las minas de sal de Cardona», echa la vista atrás, con la mirada serena y la mascarilla puesta. «Frecuentaba la Marina. Vi a la familia Mestres, cuyo patriarca [Albert Mestres, hijo de Bienvenido Mestres], que se fue a El Prat con un hijo, falleció hace muy poco. Recuerdo que, en 1992, antes de los Juegos Olímpicos, los camiones se llevaban esta tierra, que es buena para el regadío, y luego nos traían los escombros de cualquier otra parte de la ciudad. Hasta hace poco me encargaba de los animales, con un tal José, al que le operaron de la cadera y ya murió.»

Últimamente, los voluntarios de la Masia de Can Mestres Benito Sánchez, Pedro Climent y Antonio Cuevas andan algo taciturnos, entre mustios y apesadumbrados.

Resulta que el Ajuntament de Barcelona quiere llevarse su particular ganado, incluida la oveja Filomena y el gallo Manolo. 

Ninguna explicación convincente les han facilitado.

Pedro: «No se pueden llevar los animales, son la esencia de Can Mestres».

Benito: «No entendemos las cosas de la Administración».

Antonio: «¿Por qué lo hacen?».

Este verano, un representante del Districte de Sants-Montjuïc se reunió con los tres.

A Antonio, que ha dado el biberón a Filomena («la madre tenía muy mala uva»), se le saltaron las lágrimas, como al abuelo de Heidi. Y con 92 años, balbuceó: «Prefiero que me llevéis a mí primero».

Jesús Martínez

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