Si ser mujer no es sencillo, ser mujer racializada añade una mayor dificultad. Y si nos referimos a una mujer racializada y lesbiana, bisexual o trans el nivel de marginación social se eleva hasta el infinito. Me duele decirlo, pero en este bendito país el racismo campa a sus anchas con tanta impunidad que se normaliza, sobre todo desde que hay políticos que otorgan legitimidad a ese tipo de ideas. Más que dolerme, porque no soy nada patriótica y no creo en banderas ni fronteras, lo que experimento al tomar conciencia de ello es vergüenza ajena. Las personas racializadas y/o con apellidos difíciles de pronunciar se enfrentan al doble o al triple de obstáculos que el resto, aunque sean autóctonas o tengan la nacionalidad española.
Para no pillarme los dedos, porque es fácil hablar desde mi posición privilegiada de europea blanca, me limitaré a relatar algunas anécdotas que conozco de primera mano. Me baso en lo que veo y oigo a diario. Me baso en que yo misma fui objeto de críticas y comentarios cuando paseaba con el que fue mi marido durante trece años. Nunca olvidaré esas miradas de ceño fruncido, transmitían que algo no encajaba. Era como si dijeran: «Ella no parece marroquí, pero no creo que él sea español».
Una boliviana amiga mía viajaba en metro y alguien se desmayó. Se abrió paso como pudo entre la multitud y se acercó diciendo: «Soy médica». La observaron con extrañeza: «¿Cómo vas a ser tú médica?» y no le permitieron atender a la persona que yacía en el suelo. Otra amiga, bastante devota, me explicó que estaban su esposo y ella -ambos procedentes de Perú y profesionales de la medicina- en una parroquia de Les Corts, cuando el sacerdote que oficiaba la misa recordó a los feligreses que al día siguiente se celebraba una festividad muy importante para los peruanos, y pidió que dieran permiso a sus sirvientes para salir antes. Dos amigas catalanas conversaban distraídas, a la salida de un colegio, y una señora se les acercó para advertirles de que tuvieran cuidado con aquellos chavales —un marroquí y un etíope— que jugaban junto a sus coches. «Son nuestros hijos» respondieron ellas. Imagino el merecido bochorno de la mujer metomentodo y confío en que haya aprendido a morderse la lengua.
Sin embargo, nada comparable con las historias de una amiga a la que conozco desde hace más de tres décadas y por la que siento gran aprecio. Nacida en Barcelona, hija de una española y un senegalés, está harta de escuchar cosas como: «¡Qué bien hablas nuestro idioma! ¿De dónde eres? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?». Durante toda su vida ha sufrido la doble discriminación, por ser mujer y por ser negra, y eso se ha traducido en problemas para conseguir empleo o para encontrar piso de alquiler, por ejemplo. Es madre de dos adolescentes y jamás ha perdido el sentido del humor. Me contó, entre risas, que la primera vez que el novio de una de sus hijas subió a casa, ella le soltó, muy seria: «Bueno, supongo que sabes que somos negras».
MAR MONTILLA