Entrevista al sepulturero de Montjuïc Ramon Elies Hernández

De los muertos de La Marina

Listado de los mejores trabajos del mundo, o al menos en los que los trabajadores son los más felices del mundo: cura, bombero y fisioterapeuta.

El informe de la National Organization of Research, de la Universidad de Chicago, repite resultados cada año.

¿Qué tienen en común un sacerdote, un apagafuegos y un fisio?

Que ayudan a los demás.

«A mí me gusta muchísimo lo que hago, porque siento que apoyo a la gente en un momento en el que lo necesita», destaca el sepulturero Ramon Elies Hernández (Barcelona, 1969), una de la cuarentena de personas que se dedica a enterrar difuntos en los nueve cementerios de Barcelona, incluido el de Montjuïc (Mare de Déu de Port, 56, inaugurado en 1883).

Con aspecto de oso amoroso (Tiernosito), con cayos en las manos del esfuerzo por cargar con los féretros y con una absoluta confianza en el ser humano, Ramon Elies hace cada mañana su turno sin quejarse, aun sabiendo que los días serán de plomo.

«Hay situaciones muy difíciles, muy difíciles, con padres que acaban de perder a su hijo, entierros que no olvidarás nunca, por la pena profunda…», explica Ramon, hecho ya a todo. «A veces se te echan a los brazos, y te acarician la espalda mientras cierras el sepulcro. En esos casos, tragar saliva y aguantar.»

En su lenguaje, «cerrar» es lo último que se efectúa: primero, preparación de la sepultura; luego, reducción –meter en un sudario los restos que ya hay dentro–; luego, limpiar y, finalmente, introducir el cadáver amortajado.

Él no da el pésame a la familia porque considera que no ha conocido al que se va: «La frase “te acompaño en el sentimiento” ya es una frase hecha, y a veces ni se siente».

En el cementerio de Montjuïc, uno de los más antiguos de Barcelona, Ramon ha conocido al vecindario más próximo, el que vive en La Marina («increíble cómo se están transformando los barrios, por no hablar del cambio que sufrió Can Tunis»). Y también ha conocido al vecindario más lejano, ya sea de aquí o de allá: los colectivos armenio («traen a sus propios patriarcas»), chino («traen fruta»), mexicano («cantan rancheras»), etcétera. De lo que se ha dado cuenta este «brigada» (enterrador en el argot) es que, cada vez más, la gente llora menos, «no sé si porque ya vienen llorados de casa o porque esconden sus sentimientos, pero cada vez son más fríos los sepelios».

«La zona antigua del cementerio de Montjuïc, el cementerio del Sud-Oest, es muy bonita. La agrupación de Sant Josep está repleta de caminitos de piedra, como un laberinto, y en la agrupación Misericòrdia hay una estatua maravillosa, de una mujer fallecida con el bebé que le gatea por el vientre. Vienen también turistas extranjeros, sobre todo para ver la tumba de [el líder anarquista Buenaventura] Durruti y el Fossar de la Pedrera. Y claro, estás frente al mar con unas vistas preciosas», anota.

Nunca se habría imaginado este hombre que acabaría en el lugar que ocupa, y que su profesión sería un pelín tenebrosa. De pequeño, quería ser policía.

De hecho, antes de esta vida, Ramon Elies se empleaba en un laboratorio fotográfico, espolvoreando sales de plata. Su cuñado le recomendó el puesto de conductor de coches fúnebres en el tanatorio Sancho de Ávila (Almogàvers, 93). Y de ahí pasó a conducir la ambulancia funeraria. Y de ahí pasó al horno crematorio. Y de ahí a «mármol» –hacer lápidas– y «panteones» –remodelar panteones–. Y de ahí a las «recesiones» –vaciar los nichos y llevar los huesos a la osera–. Y de ahí a las compensaciones –pasar los restos de una hornacina a otra–. Y de ahí a los entierros…

Antes de esta vida, las fotos ocupaban su tiempo.

«La vida es algo para disfrutar», alecciona. Y añade su contrario, categórico: «Y la muerte es el final, no hay nada después. No soy religioso desde que falleció mi padre con tan solo cincuenta años, una muerte sin sentido».

Desde el 2001, Ramon Elies forma parte de Cementiris de Barcelona («Cementiris de Barcelona és cultura»).

Le ha pasado de todo: de no aguantarse la risa porque todos ríen a llorar porque todos lloran; de vigilar la grabación de un videoclip (con la cantante Soraya) a tener que llamar a su primo para que haga de extra en una de las numerosas pelis que en Montjuïc se ruedan (por ejemplo, una escena en Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar); de haberse encontrado con sectas satánicas que hacían vudú a toparse con tíos en bolas que se divierten haciéndose selfies; de acompañar a comitivas con multitudes a verse solo con la caja y el muerto; de presenciar cómo se desplomaban algunos columbarios por las lluvias (septiembre del 2017) a observar cómo los deportistas eligen la ruta del cementerio de Montjuïc para su carreras ciclistas; de cruzarse con los travestis que se prostituyen en la puerta a volver a apartar la losa porque la familia se ha olvidado de ponerle flores… Y hay días en los que ha asistido en cinco y seis y siete «servicios» (entierros), sin mencionar los días tristes de la pandemia…

El enterrador Ramon Elies Hernández reside en la calle Virrei Amat (Nou Barris).

Cuando llega a casa, saca a pasear el perro, un australian terrier llamado Loki, por la serie de Vikings (Michael Hirst, 2013).

De vuelta de pasear el perro, ayuda a sus dos niños con los deberes.

Una quiere ser pastelera. Y el otro, nutricionista deportivo.

Ninguno quiere echar paletadas de tierra sobre ataúdes negros.

«Mi familia ya sabe que cuando yo muera, que me incineren, y que con las cenizas hagan lo que quieran, como si las quieren tirar por el váter», bromea.

Y sonríe.

Jesús Martínez

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