La casa

Visita a la futura casa museo Francesc Candel

"Preside el escritorio la máquina de escribir alemana Torpedo, azul cerceta, de teclas con anillos niquelados, y todavía con carrete. Junto a la máquina, la radio Inter, con la antena desplegada. El lápiz Staedtler y el reloj de bolsillo con leontina." (Jesús Martínez).

Yo esperé en el balcón tan enlutado,
como ayer con las yedras de mi infancia
que la tierra extendiera
sus alas en mi amor deshabitado.

Jesús Martínez

El orondo, frondoso y panhispánico Pablo Neruda (Confieso que he vivido) sintió de esta manera el «Jardín de invierno», con el adjetivo preciso en su poema: deshabitado.

Así se puede encontrar María Candel, la hija de Francesc, Paco, Candel (Han matado a un hombre, han roto un paisaje). Quizá lo contrario que el Premio Nobel: escuálido, mínimo y devoto de la parcela en la que reinó. María lo define mejor: «Mi padre era un escritor obrerista y popular inmerso en los barrios».

Francesc Candel murió en el 2007.

María Candel nació en la década prodigiosa («No se acepta la pregunta de qué edad tengo»).

Con el amor y el alma deshabitados, María Candel visita el estudio de su padre, en un segundo piso de El Polvorí, en La Marina.

Cada semana coge el autobús y el metro que la transportan desde Gràcia, distrito en el que reside, hasta las calles en las que se crió.

«Este pisito lo compró mi padre a finales de 1962, y aquí pasamos los primeros años de infancia, mis padres, mi hermano, Paco, y yo. Luego nos trasladamos a Foneria. Pero mi padre conservó este lugar, ya de propiedad, y aquí realizó su obra magna, por ejemplo, Els altres catalans [1964]», recuerda María, que brilla como la lucecita de una vela litúrgica, con la vocecita atiplada, y armada con el estilete de sus recuerdos, «la memoria que fija la vida», como dijo Conchita García Lorca, la hermana menor del poeta, otro creador distinto a los mentados, igual de estimado.

Del diario de Candel, El gran dolor del mundo. Jueves 3 de enero de 1963: «Escribo esto ya en el nuevo piso. Ayer efectuamos la mudanza. Un verdadero lío, tanto trasto tenemos. Ordenarlo ha sido una locura. Suerte de Soledad, la padrina del crío, que estuvo ayer todo el día, esta mañana y esta tarde. Yo ya he arreglado mi despacho. Resulta pequeño, el piso, nada te cabe. Están hechos de cartón y todos los ruidos se oyen. Ya nos habituaremos. Trajeron esta mañana los muebles del comedor: mesa redonda, seis sillas, aparador, juego tresillo y mesita pequeña…».

El comedor requiere lo básico para la concentración: un sofá verde aguado, una mesita con un cenicero comprado en París y las fotos enmarcadas de los hijos (María y Paco, sonriendo; la cámara no intimida, atrae)“. (Jesús Martínez).

De unos cuarenta metros cuadrados, el estudio de Paco Candel contrasta con las suntuosidades de los literatos que han disfrutado y trabajado, ufanos, en salones recargados y en espacios de luminosas claridades. No es el villorrio de Rosalía de Castro (En las orillas del Sar) ni el casón de Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta) ni el pazo de Emilia Pardo Balzán (Al pie de la Torre Eiffel). Pero también pretende ser una casa museo: «El proyecto en el que estoy metida es convertir este sitio en una casa museo, que la gente pueda venir acompañada de un guía, para que se mantenga tal cual se quedó. Yo tenía dos opciones: o reformarlo y venderlo o dejarlo como está. Y eso he hecho, dejarlo como lo ves, porque me duele cuando algo se pierde».

Y así se conserva. Solo falta la figura compasiva de Candel riñendo con las letras.

En el vestíbulo con dos picaportes esmaltados apenas entran dos personas. El recibidor alberga un espejo ovalado, tres cuadros de regencia sin corona y el estante de tornillo y taco sobre el que reposan las Páginas amarillas.

El salón da cuenta de la humildad de las familias que despegaron tras la posguerra. Las palomas se acercan a la ventana, intrigadas. Los libros se han ido comiendo el yeso.

Libros libres: La alternativa comunista, de Enrico Berlinguer; Así cayó Alfonso XIII, de Miguel Maura; Desfeta i redreçament de Catalunya, de Josep Benet; Homenatge a Catalunya, de George Orwell; Cuatro problemas de la economía española, de Ramón Tamames; No fue posible la paz, de José María Gil Robles; Nuestra guerra, de Enrique Líster; Lenguaje, gente, humor…, de José Polo; De qué viven y por qué no mueren los españoles, de Eliseo Bayo; la Constitución española, del tamaño de un diario sábana, y las firmas catalanas de siempre, la taiga siberiana que va de Víctor Català (Solitud) a Pere Calders (Ruleta rusa).

Descansa de pie esta postal con los versos del Che Guevara: «Mañana, cuando yo muera, no me vengáis a llorar, nunca estaré bajo tierra. Soy viento de libertad».

«Yo siempre he dicho que mi padre era como una termita. A la que podía, se montaba su montañita de papeles y libros. Una termita afable, bondadosa y extraordinaria», remacha la hija, profesora de primaria. «Guardo la imagen de mi padre sentado, leyendo mucho. Siempre le podías interrumpir, era conmovedor en ese sentido. Como si te estuviera esperando para tomar una Coca-Cola.»

El comedor requiere lo básico para la concentración: un sofá verde aguado, una mesita con un cenicero comprado en París y las fotos enmarcadas de los hijos (María y Paco, sonriendo; la cámara no intimida, atrae). Y una mesa de madera de nogal sobre la que se han desplomado multitud de ideas.

Hoy, María ha rescatado dos carpetas: en una, el manuscrito de su padre Frutos de mis lágrimas, inédito, y en la otra, las cartas a los Reyes Magos que ella misma escribió cuando no tenía edad, porque aún no la tiene: «Queridos Rrelles, quiero una cocina eléctrica, una muñeca de goma y un juego de peluquería». Reyes lo escribe así: Rrelles. «Nadamás.»

En una de las paredes, un detalle que rememora la primera edición de Donde la ciudad cambia su nombre (1957),con este recorte de prensa que acaba tal que así: «…lo hace con autenticidad y honradez, con prosa en la que campea el lirismo más delicado».

En otro de los tabiques, el cabriolé tiznado del pintor andaluz Juan Manuel Seisdedos (Paisaje de pueblo), y la abstracción de los artistas a los que ayudó, más el realista Lluís Gallart (Naturaleza muerta. Homenaje a Wilhelm Leibl), que retrató a Candel en la madurez, con los ojillos pícaros del hombre resuelto que se ha abierto camino.  

Mural de Paco Candel en una de las escaleras que sube a El Polvorí. (Alejandro Flores).

A la izquierda, se va a la cocina, desvirgada, con los azulejos que la compusieron, intacta en su génesis.

En el pasillo, más libros (The american worker in the twentieth century, de Eli Ginzberg). Un grabado de Eduard Llorens (Manifestación) y el teléfono de la Compañía Telefónica Nacional de España, que podría formar parte del set de decoración de la serie Downton Abbey. «No girar el disco hasta oír la señal para marcar». El número: 2245006.

El baño, cartujo.

Del pasadizo se abren tres puertas: 1. una que da a la habitación de matrimonio, con esas camas que flamean porque se fabricaron en la época de los dragones chinos –nada que ver con las camas Dormity–; 2. una que da a la habitación de los niños, que en lugar de juguetes esconde más libros (La solución del cangrejo, de Felipe Gámez), y esconde cartas de presidiarios –novelistas en ciernes– y sombreros de fieltro, y 3. una puerta que da al escritorio de Paco Candel, como un óleo de Girgio Morandi.

Preside el escritorio la máquina de escribir alemana Torpedo, azul cerceta, de teclas con anillos niquelados, y todavía con carrete. Junto a la máquina, la radio Inter, con la antena desplegada. El lápiz Staedtler y el reloj de bolsillo con leontina.

Y libros (Los hombres lloran solos, de José María Gironella).

Participaciones para la Lotería de Navidad de 1980 a cargo del Partit dels Socialistes de Catalunya (número 38572), pipas como la que usaba Chanquete, caracolas.

Y más libros (Comunistas, judíos y demás ralea, de Pío Baroja).

Quiere ser museo la casita de papel de Paco Candel. Apoyan el proyecto los autores Isidre Grau (Groc d’Índia), Maria Barbal (Mel i metzines), Joaquim Carbó (L’àvia Teresa i el sol )…

Confiesan: «Candel es como un pasaporte con el que puedes viajar, porque todo el mundo le quiere».

En algún clasificado hallará el estudioso la correspondencia que mantuvo con Carmen Laforet (Nada), Miguel Delibes (El hereje) y Salvador Espriu (Les cançons d´Ariadna).

«Mi padre era un calígrafo.»

Calígrafo: m. y f. Persona que escribe a mano con letra excelente.

María Candel, la hija, sostuvo un largo duelo que duró años.

«Hay gente que dice que se pasa en uno o tres años, yo estuve mucho más tiempo, estaba muy apegada a mi padre.»

La frase que se le cae sobre la mesa de nogal la resalta, la engrandece y no la abandonará nunca:

«Esta atmósfera tiene algo de mi padre, que sigue vivo dentro de mí».

Algunos de los libros que almacenaba Paco Candel en su librería. (Jesús Martínez).

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