Érase una vez La Marina

Recuerdos de unos barrios, del próximo libro Naruto

Portal actual de l'antiga comissaria de policia al carrer Mineria.

Postales o estampas de los barrios de La Marina-Zona Franca, incluidas en el capítulo «El Gran Libro de Barcelona. 365 postales en color de la ciudad», del libro Naruto. Los guerreros de Glovo y otras historias en la Barcelona de la aluminosis social.

11

Está hecho una piltrafa el campo de golf del Club Natació Montjuïc (cnm, «Família, natura i esport»).

Antiguamente un campo de rugby en el que se entrenaban los estudiantes de instituto, y posteriormente reconvertido en negocio más lucrativo, el campo de golf del cnm es lo más parecido a una jungla que hay en Barcelona. La hierba ha crecido tanto que da la sensación de que estés en el New York de Will Smith protagonizando Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007).

37

Una mañana de los noventa, me lancé a comerme el mundo. Bajé a la calle, pasé por la plaza Marina, que entonces, recién construida, dormitaba el sueño de su corta edad, y crucé el Pecos, la Gran Frontera de estos barrios: el passeig de la Zona Franca. Me dirigía al barrio de la Seat. Detrás del mercado, en la planta baja de una construcción que ya ha sido derruida, se encontraba la oficina del inem, antes de que este organismo se convirtiera en soc, los dos con la misma finalidad, ofrecer cursos ya que el trabajo escasea. En el inem, oficina lúgubre, con un plafón de anuncios en el que sobresalía el oficio de carretillero, se sentó a esperar su turno. Me incorporaba al mundo laboral profesional con una entrevista que duró un poco más que la de los hermanos Rocaespana y la del encargado de la oficina de objetos perdidos del metro.

Señora, detrás de una mesa, frente a una pantalla de un ordenador ibm, aquellos mamotrecos que ocupaban el escritorio entero.—¿De qué querrías trabajar?

Reportero Jesús.—De periodista.

Señora.—Dime otra cosa, de eso no tenemos.

47

La comisaría del Cuerpo Nacional de Policía de la calle Foneria, ya desaparecida, golpeaba a los niños con su marrón de arenisca. Abajo, en el sótano, tenían los calabozos, una de cuyas ventanas daba a la parte trasera del colegio de la Seat. «Ve a buscar al Pipo, dile que estoy aquí, dile que me saque», la voz de la noche salía de este ventanuco por el que no se veía nada. Los niños, traviesos, jugaban con su miedo: «Sí, sí, se lo diremos, ¿dónde está ese Pipo?». Y la voz no se apagaba, contenida, agarrada a la luz de unos mochuelos.

En esa comisaría me expidieron el pasaporte, firmado por el comisario jefe, señor Ingelmo Sánchez. En 1994, con la idea de pisar Bosnia. La mujer que timbraba los documentos dijo: «Ten mucho cuidado allí».

No fui a Bosnia.

Pero, un par de años más tarde, haría un calvo delante de la comisaría, en el amanecer tras una fiesta loca de la Telecogresca, en el Sot del Migdia, en la que tocaba Siniestro Total (La noche de la iguana).

72

En el colegio público Seat, los hijos de los trabajadores aprendían las reglas del mundo, muchas más que las cuatro reglas básicas.

En los ochenta, la clase se confabuló para nombrar delegado al chico más paradito, al más tontito, según los guais. Todos le votamos por la moda establecida que dice que hay que seguirle la corriente al pup alfa, el cachorro dominante; somera estupidez.

Montserrat, la maestra, entró en clase, se enteró, estalló en cólera, tomó aire, soltó su discurso, desde dentro de los pulmones, asida esa pena en los alvéolos, palabras pesarosas exentas de rencor: «Creéis que habéis hecho una gracia y a mí me dais lástima».

Primera lección de socialismo.

73

En la mitad de los ochenta, los niños se encontraban jeringuillas en la calle. «No toques eso», mandaban las madres.

En la mitad de los ochenta, en la fogata de aquellos años de peste negra, la droga se llevó la nobleza de unos chicos que quisieron crecer despiadadamente.

En el patio, antes de entrar en clase, una tarde, a las tres: «¿Te has enterado? Han encontrado a su hermano en la bañera, muerto de sobredosis».

Le encontró la madre.

«No toques eso.»

81

El 8 de mayo de 1995, el industrial del País Vasco José María Aldaya fue secuestrado por eta, a quien le exigían que colaborase con el «impuesto revolucionario». Le liberarían en un bosque casi un año después.

Durante mucho tiempo, hasta finales de los noventa, se podía leer una pintada negra de grandes proporciones en una de las tapias del barrio de la Seat: «Aldaya, paga».

89

Esa tarde, la del miércoles 5 de diciembre de 1990, se derrumbó el bloque de pisos de la calle Comte Borrell, 111. Lo supe porque había quedado con Marcos para ir al Camp Nou por primera vez en mi vida. Supercopa. Barça contra Real Madrid, en un partido en el que pasaría de todo: carga policial, naranjas lanzadas a los madridistas, Hugo Sánchez tocándose los huevos, pisotón de Stoichkov al árbitro… Antes de que un familiar del padre de mi amigo cogiera el coche, un hombre se adelantó: «Se ha caído un bloque de pisos». Y ahí quedó la cosa. Días después, el solar en el que jugaba al fútbol, junto a La Campana, fue el lugar elegido para almacenar las runas de aquel edificio, a la espera de un inventario serio con el que los damnificados pudieran recuperar las pertenencias de valor. Entonces, otro hombre se cruzó en el camino: «Me he encontrado un billete de mil pesetas». De aquel montón de escombros, custodiados por la Policía Nacional, salían volando billetes de color verde.

120

En el parque de la Seat, ya desaparecido, más allá de la pista de patinaje, ya desaparecida, tres tipos camuflaban paquetes de droga en los bajos de un 127. Uno de ellos, malcarado, vigilaba por si había que gritar «¡agua!».

128

En el polígono de Zona Franca, en la puerta de la empresa lechera ATO, con el compañero del insti: «Venimos a buscar trabajo».

El portero suspiró. Abrió la boca: «Aquí están echando a gente».

148

Cruzábamos por los resquicios de los pilos del Scalextric, en lo que hoy es la plaza Ildefons Cerdà. No había otra manera. O eso o dar una monumental vuelta.

150

Cuando tiraron la fábrica de Mare de Déu de Port con Ferrocarrils Catalans, se organizó una sardinada. A esa fábrica había llevado la pata de la cama para que la soldaran.

171

El vagabundo del barrio se llamaba Metralleta. Le conocían todos, incluso los estudiantes de bachillerato. «Hola, Metralleta», y Metralleta saludaba. Mayor, con los dedos gastados por las ruecas de algún paraíso de coral. Se agachaba, golpeaba con el martillo la hojalata. Tiraba de un carro, vestía un mono grasiento. Iba a lo suyo.

338

De pequeño, encaramado al balcón, la explanada de uralita y teja de Industrias Mecánicas, donde los operarios boicoteaban la fabricación de bombas que los alemanes adquirían durante la Primera Guerra Mundial.

Décadas después, la paz.

La fábrica de armas se convertiría en un parque.

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