Carrer E, 40.
Les coordenades del centre d’internament d’estrangers (CIE) de Zona Franca de res serveixen sense un potent gps.
Perdut en la immensitat del polígon industrial, el CIE de Barcelona s’aixeca com la Torre Fosca de Mordor, en l’univers fastuós de Tolkien de la saga del Senyor dels anells.
Al CIE es tanca a les persones que no tenen papers en regla, indocumentats.
El que es tipifica com a falta administrativa en qualsevol legislació, a Espanya mereix pena de presó. Les autoritats governatives utilitzen un altre terme més rocambolesc per evitar esmentar la paraula presó: «privació temporal de moviments». Un podria oblidar-se el DNI a casa i acabar els seus dies al llimb alegal d’aquestes particulars txeques d’extraradi.
Les associacions de drets humans com Stop Racisme s’oposen a l’existència dels CIEs.
Les associacions d’advocats interposen recursos per al seu tancament.
A l’alcaldessa de Barcelona Ada Colau se li denega l’entrada, sense cap justificació.
Mentrestant, el virus de la mala llet s’acarnissa amb els interns, de qualsevol ètnia i país.
Del capítol 13, titulat «Los alfareros. El primer día», en el reportatge narratiu «CIE, el Guantánamo de Barcelona. Historia del preso 861», que Reporter Jesús va escriure amb les peripècies del bolivià Miguel Aguilar Sejas.
A las siete sonó la sirena, la retreta especial de los sospechosos. En pie. Miguel se vistió tal como lo pillaron: camiseta lila sin estampados y pantalón corto de deporte. Desayunó café y tostadas. A la hora, al patio. Aunque la capacidad del Centro de Internamiento de Extranjeros es de 250 personas, ese verano solo merodeaba un tercio entre sus altos muros: bolivianos, ecuatorianos, pakistaníes… Revoloteaban con movimientos de alfarero, rápidos y comedidos, y algunos habían recuperado, con el confinamiento involuntario, la facultad de caminar erguidos sin trancos de luto. Miguel dio unos pasos cortos y precavidos. Un hormigueo de angustias y lombrices le recorría el intestino, pellizcando la vesícula y lo que no era la vesícula. Competía consigo mismo, e intentaba deambular sobre el cemento sin llamar mucho la atención, porque quería estar solo, y pasar solo su cautiverio, con las alas cortadas y con el desierto en la mochila de su cogote atribulado. David, el compañero boliviano de su habitación, le vio y, en seguida, se puso a su vera, y juntos dieron vueltas por la imposibilidad de salir pitando hacia ninguna parte.
David.—¿Cómo estás?
Miguel.—No muy bien.
David.—Te acostumbrarás. El principio es duro, pero aquí hay buena gente. Aquí conoces a muchos que luego te podrán echar una mano ahí fuera, en caso de que no te deporten, claro. ¿Qué hiciste?
Miguel.—Nada, no hice nada.
David.—¿Dónde te pillaron?
Miguel.—Estaba en un bar tomando una Coca-cola y entraron los Mossos.
David.—Se están poniendo duros con las redadas. Ellos no son los que mueven el cotarro. Los políticos juegan a ver quién gana, quién es el que más inmigrantes ha expulsado.
Dos horas le valieron a David para constatar que Miguel era un tipo desmirriado, pero con suerte, pese a encontrarse en la situación en la que se encontraba. Tenía una familia que cuidaba de él, una madre y unos hermanos que se preocupaban. David solo contaba con su ego y con el amor propio para rebelarse, aun en los casos imposibles. Seguramente le retornarían a su país.
Miguel, a las 12, con más humor, pasó al comedor. Se tomó una sopa y un plato de arroz con un huevo frito. El rancho, aceptable. Unas semanas antes, los internos no habían querido ingerir nada como protesta porque corría el bulo de que no se trataba a un preso con tuberculosis.
Seguidamente, en la celda sin artesonado intentó leer algo, el Tratado sobre la tolerancia, de Voltaire, que alguien introdujo como si fueran los versos clandestinos de Salman Rushdie. Miguel fue al comedor, donde en una pequeña cabina telefónica los inmigrantes, escanciadores de sueños, depositan, a cambio de unas fichas –no se maneja dinero en efectivo–, sus más infortunadas frustraciones, sus secretos mejor guardados, sus cancioneros de ausencias, sus vomitonas de quejas y sus consentimientos, sus cataplasmas, amén de los recaudos y los pedidos diversos, con los deseos de suerte en los monederos. Miguel llamó a su madre:
Miguel.—Mami.
Adelaida.—¡Miguel, hijo! ¿Cómo estás, hijo?
Miguel.—Bien, mami, ¿cómo estáis vosotros?
Adelaida.—Todos bien, a Dios gracias. ¿Tú cómo estás? ¿Estás bien?
Miguel.—Bien, me tratan bien. Es… aburrido. Os echo de menos.
La comunicación se cortó. La máquina se había tragado, con avidez, las fichas que llevaba. Un nudo en la garganta unía a Miguel con su madre.