Mar Montilla
Admiro el coraje de ese puñado de mujeres que ha salido a protestar por las calles de Kabul, desafiando al régimen talibán. Se resisten a perder los logros alcanzados en las dos últimas décadas; quieren seguir ejerciendo sus profesiones y ocupar puestos gubernamentales; se niegan a ser simples bultos bajo sus prisiones de seda azul.
Aunque sus derechos se han visto vilipendiados en numerosas ocasiones, la lucha por el progreso también ha sido constante. La reina Soraya, esposa del rey Amanulá de Afganistán —1919-1929—, fue pionera entre las activistas afganas y musulmanas. Con la constitución de 1964 consiguieron la igualdad y el sufragio universal, al menos sobre el papel, porque en las zonas rurales el cambio fue nulo o imperceptible, debido al gran peso de la tradición patriarcal. Aun así, el país avanzaba. Algunas mujeres se hicieron profesoras, médicos, periodistas. Se crearon colectivos como la Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán o el Consejo de Mujeres Afganas. Hasta que el poder talibán tomó el control de Kabul en 1996 y les arrebató todo. Se les prohibió estudiar, trabajar, mostrarse en público. Eso no impidió que muchas maestras continuaran enseñando en la clandestinidad de sus hogares. Cuando acudían a estas escuelas secretas, las avispadas alumnas usaban el burka para ocultar sus cuadernos, lápices y libros. Menuda ironía. ¿Y ahora qué? ¿La historia se repite? Occidente sabe que sus vidas están en juego y ellas alzan sus voces clamando ayuda internacional. Confío en que sean escuchadas. Mientras haya mujeres valientes queda esperanza.