RETAHÍLAS: Recluidas

Imatge campanya contra la violència de gènere.

En el transcurso del confinamiento percibí cierta negatividad, traducida en lamentos de todo tipo, por parte de mujeres cercanas. Algunas vecinas discutían a voces con sus parejas, más de lo acostumbrado. He sido testigo de rupturas repentinas e inesperadas. Tengo amigas que acudieron a urgencias por crisis de ansiedad. Otras no llegaron a tales extremos, sin embargo, la desolación enturbió sus rutinas. Tratar de imaginar cómo lo habrán soportado aquellas que conviven a diario con su maltratador me pone los pelos de punta. Conozco a psicólogos y a trabajadores sociales que se han visto desbordados en la atención telefónica, durante la cuarentena. Esto me conduce a otra reflexión: hay mujeres que han sido educadas para vivir confinadas, y muchas de ellas ni se cuestionan por qué. Leí al respecto un artículo de Najat El Hachmi, muy interesante, en el que mencionaba a su propia madre, que solo salía una vez a la semana para ir al mercado, o si surgía alguna emergencia ineludible. El resto del tiempo permanecía encerrada. De hecho, mi exsuegra era así. Mi exmarido me contaba, con naturalidad, que cuando era niño adoraba los domingos. Ese día la familia entera —incluida su madre— salía a pasear. Esta tradición ancestral y machista no es patrimonio exclusivo de otras culturas, como solemos pensar los occidentales. Mi propia madre, andaluza y católica, una mujer como Dios manda, tiene bien arraigado el hábito —que nadie le impone— de no salir a no ser que sea imprescindible. Sentirse libre es un derecho que debe llevarse por dentro para poder ejercerlo por fuera.

MAR MONTILLA

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