Ancor Mesa Méndez
Hace tiempo que escuchamos el palabro “populismo”. El populismo ha sido usado como un arma retórica arrojadiza contra quienes tienen posiciones alejadas de las ya cartografiadas desde hace décadas en nuestro mapa político institucional sin decir nunca en qué consiste, pero dejando claro que se trata de algo engañoso y feo. Sin embargo, como astutamente señala el filósofo Carlos Fernández Liria, el populismo tiene un recorrido etimológico que orienta un sentido más constructivo: como los proyectos políticos destinados a construir pueblos que colectivamente combaten la orfandad identitaria y la desconfianza sobre lo público.
Tomemos un ejemplo cercano y hablemos de algo tan cotidiano como los mercados de los barrios de Barcelona. La ciudad está plagada de mercados municipales, equipamientos públicos, algunos fundados durante el siglo XIX y otros más recientes. Durante los años 30, alrededor del 60% de los puntos de venta de alimentos en toda la ciudad estaban concentrados en las paradas de los mercados. Se trataba de puntos de paso obligados para la socialización cotidiana. Centros neurálgicos de la identidad de los barrios y principales enclaves para el diálogo entre vecinas y vecinos, fuente de empleo local, especialmente para las mujeres y núcleo de desarrollo del pequeño comercio en sus alrededores.
Los mercados de los barrios han formado parte de los principales elementos para tejer a la vecindad como un pueblo cohesionado. Fomentan la confianza y la ayuda mutua, ayudan a tomar contacto con la realidad más allá de la propia familia y a ampliar los lazos por razones de proximidad, independientemente de orígenes y hábitos culturales particulares. Comprar se convierte entonces en una actividad de socialización y fidelización, más que en un simple intercambio de recursos. Tras los años ochenta, sin embargo, coincidiendo con la apertura al capital global de la ciudad, el mapa comercial comenzó a variar sustancialmente. Las cadenas y franquicias se extendieron y poco a poco y las grandes superficies protagonizaron un cambio de modelo urbano clave.
De los aproximadamente 7.500 puestos de venta en mercados existentes durante los años 70 se redujeron hasta los apenas 3.000 de mitades de la década pasada. Al mismo tiempo, el espacio público se vio sometido a un evidente proceso de privatización y restricción, desapareció una infinidad de canchas públicas, comenzaron los procesos de expulsión habitacional, etc.
Volviendo al principio, hemos transitado durante las últimas décadas hacia la desconfianza entre las personas que habitamos los barrios. Si en la época de explosión de los mercados, también era habitual encontrarnos con sillas domésticas en las aceras para pasar la tarde al fresco y niños y niñas jugando a la pelota en las plazas, hoy mi vecina del quinto vive sola y cierra la puerta con doble llave.
La Barcelona postolímpica avanzó orgullosa de su hazaña mientras quiso olvidar las experiencias cotidianas que siempre cohesionaron a sus barrios y configuraron lo público como la casa común. La Barcelona posindustrializada debe desandar el camino de priorizar los rendimientos financieros sobre su tejido social, y atreverse, como lleva haciendo unos años, a reconstruir esa frágil red de elementos comunitarios que tejen una cotidianidad donde nos podamos sentir arraigadas y arraigados. Nuestra misión debe seguir siendo recuperar nuestras calles para la vida en comunidad, relanzar la economía local y cuidarnos de quienes nos expulsan con el objetivo de especular con la ciudad y despreciar a nuestro pueblo.