Algo que siempre me ha llamado la atención de las mujeres —y mientras digo esto soy consciente de que tiro piedras contra mi propio tejado— es la facilidad con la que pueden pasar —algunas, no todas— de la amistad más íntima a la enemistad más acérrima.
Yo no me incluyo en este arquetipo porque soy la típica que haría cualquier cosa con tal de huir de un conflicto. Aun así, sin comerlo ni beberlo, me veo de vez en cuando envuelta en la vorágine provocada por otras congéneres.
Aunque defiendo el feminismo y la sororidad con vehemencia, en mis peores momentos he llegado a imaginar que si a un nutrido grupo de mujeres —de condición muy variada— se nos encerrara en una celda, sin más utensilios a mano que sables y espadas, además de nuestras lenguas viperinas, acabaríamos degollándonos las unas a las otras —hablo en sentido figurado, que nadie llame a los mossos—. Estoy segura. Tan segura de que acto seguido lloraríamos de arrepentimiento y nos haríamos el harakiri.
Nos queremos tanto que nos adoramos. Pero lo cierto es que en el fondo competimos. Y no deseamos a rival alguna merodeando a nuestro alrededor.
Las mujeres a las que les gusta ser el centro de atención y despertar la admiración de los demás suelen rodearse de otras más tímidas que prefieren el anonimato. Pero a veces, sin pretenderlo, la persona reservada desprende más luz y despierta mayor fascinación o alcanza un éxito inesperado. Es ahí cuando la Diva, herida en su orgullo, presa de un ataque de envidia, margina a la que llamaba amiga, incapaz de aplaudir sus logros y soportar su brillo.
MAR MONTILLA