Acudes a la cita sin analizar la importancia de estos programas de detección precoz. Te sometes a la mamografía confiada. En breve te enviarán la confirmación de que estás sana, como cada dos años.
Sin embargo, en esta ocasión no recibes una carta sino una llamada: han percibido algo sospechoso y debes someterte a más pruebas. Términos como ecografía mamaria, mamografía con contrastes o biopsia empiezan a formar parte de tu día a día. Visualizas la sombra de un buitre revoloteando por encima de tu cabeza y te asustas. Tu primera reacción es no decírselo a nadie. Después te asalta la imperiosa necesidad de compartirlo con tus seres queridos.
El doctor vierte el jarro de agua helada sobre ti: tienes un cáncer de mama y es maligno. Tu hija te aprieta la mano con fuerza. A duras penas prestas atención a lo que sigue: cirugía, extirpación, radioterapia. Te aferras a sus últimas palabras: estadio inicial y buen pronóstico.
Decides contárselo a la familia, a las amistades. Es terapéutico expresarlo en voz alta. Por una vez te desprendes de la armadura de «yo sola puedo con todo» y resulta reconfortante. Te obligan a recordar que eres una luchadora.
Tu mundo entra en pausa. Aun así te consideras afortunada. Te han avisado a tiempo y han activado el protocolo con rapidez y eficacia. Piensas en esas otras —dicen que dos mil, imagino que muchas más— que no tuvieron tanta suerte. Sientes rabia y dolor por ellas. Un fallo en el cribado del cáncer de mama. ¿Cómo es posible? Un error fatídico que afecta a las mujeres, solo a las mujeres. Errar es humano pero hay errores que matan.
Mar Montilla
















