La princesa estaba harta. La historia se repetía año tras año. El dragón la perseguía, Sant Jordi se enteraba y la liaban parda. Que si llamarada por aquí, que si lucha de espadas por allá. La rutina de siempre. ¡Puf, menudo aburrimiento! ¿Cuándo iban a aprender a resolver sus diferencias de forma pacífica? ¿Por qué esa fijación del dragón con aniquilarla? ¿Y a santo de qué se empeñaba el caballero en rescatarla una y otra vez? ¿Acaso no la creía capaz de salvarse por sí misma? El caos injustificado la sacaba de quicio. Alteraban su paz. No la dejaban vivir tranquila.
Decidió que había llegado la hora de sujetar las riendas. No podía seguir de brazos cruzados. Convocó una reunión. Al principio no la tomaron en serio. Se echaron a reír, trataron de ignorar su iniciativa. Sin embargo, la princesa se mantuvo firme, y como ellos se morían de curiosidad, accedieron a escucharla. Se sentaron los tres alrededor de la mesa y ella expuso sus más sabios argumentos acerca de por qué la violencia no era la solución, y añadió: «La respuesta está en la literatura». Estupefacto, el dragón abrió la boca para escupir fuego y apenas le salió un hálito de humo. «¿Qué respuesta?» preguntó el caballero, desconcertado. «Todas» afirmó la princesa, con absoluta convicción. «Los libros no solo entretienen. Abren la mente, estimulan el intelecto, despiertan la conciencia». Repartió ejemplares de distintos géneros. Los hojearon, los olieron y, sin apenas darse cuenta, quedaron atrapados en una plácida lectura que alimentó sus almas y desarmó sus ansias de librar batallas interminables.
MAR MONTILLA