¿Os acordáis de cuando enviábamos y recibíamos cartas personales escritas a mano? Cuesta creerlo, ahora que la tecnología lo invade todo —para bien y para mal— pero hace apenas unas décadas, algunas esperábamos con ansiedad la visita diaria del cartero y bajábamos corriendo a comprobar qué nos había dejado en el buzón. A mí me encantaba mantener correspondencia con gente de la otra punta del planeta, a la que nunca llegué a conocer en persona. No solo nos contábamos cómo eran las cosas en nuestros respectivos lugares de procedencia, también intercambiábamos tarjetas postales e incluso fotos de los ídolos del momento —Leif Garrett, The Teens, Los Pecos…—.
La historia está llena de relaciones epistolares entre personajes ilustres, como la que mantuvo a finales del siglo XIX Emilia Pardo Bazán —autora de obras como Los pazos de Ulloa— con Benito Pérez Galdós, por ejemplo, cuyos intereses literarios compartidos acabaron derivando en escarceos amorosos; o las apasionadas misivas que Salvador Dalí enviaba a su querido Federico García Lorca, a quien probablemente le unía algo más que una estrecha amistad; o los renglones cargados de inseguridades, temores y angustias que Carmen Laforet —ganadora del Premio Nadal 1944 con su novela Nada— transmite a su confidente Ramón J. Sender, en unas cartas que serán recopiladas más tarde en el epistolario Puedo contar contigo, publicado en 2003, poco antes de la muerte de Laforet.
¿No es curioso imaginar la cantidad de confidencias —unas tan trascendentales, otras tan insignificantes— que contenían esos pliegos de papel viajeros?
MAR MONTILLA