Regresaba de una cena, bajé del metro en plaza España y decidí continuar andando. Soplaba una agradable brisa de verano que invitaba a pasear. Me sorprendí al comprobar que no eran ni las doce. Recordé aquella época, ya lejana, en la que mis padres me obligaban a llegar antes de las once a casa, y yo, que me las daba de rebelde pero en el fondo era una niña buena, obedecí durante mucho tiempo —hasta que me eché novio, y empecé a saltarme el toque de queda día sí, día también—. En esas cavilaciones andaba cuando un joven, montado en patinete, pasó por mi lado diciendo «guapa». Esbocé una tenue sonrisa y continué mi camino, sin darle mayor importancia. Hasta que descubrí que me perseguía. Procuré comportarme con naturalidad, pero el chico empezó a decirme cosas que hicieron que pasara de sentirme halagada a hostigada, en décimas de segundo. Mantuve la compostura y le dije que se lo agradecía, pero que no necesitaba que me acompañara. Me planteé recurrir al viejo truco de hacer ver que llamas a alguien que te está esperando, aunque acabé rechazándolo, por la indefensión que implica. Crucé a la otra acera y el acoso continuó. Ya estaba pensando en desviarme del trayecto para que no averiguara dónde vivía, hasta que, como por arte de magia, desapareció de la misma forma misteriosa que había aparecido. Pienso en mi hijo, y en las hijas de mis amigas, y me pregunto ¿qué está pasando? ¿Cómo estamos educando a las nuevas generaciones? Me niego a volver al toque de queda; me niego a cambiar mis hábitos; me niego a anclarme en el miedo por el mero hecho de ser mujer.
MAR MONTILLA