Había quedado con su amiga en el bar de la esquina. La esperó con la impaciencia propia de sus veintidós años. Ocuparon una mesa de la terraza y pidieron unas birras. Absortas en sus confidencias, tardaron en percatarse de que los señores de la mesa contigua no les quitaban los ojos de encima. Cuando se dieron cuenta le restaron importancia y siguieron a lo suyo. Hasta que a los hombres no les bastó con mirar y expresaron en voz alta su deseo de invitarlas, que ellas rechazaron con educación.
Las muchachas reanudaron la charla, ignorando los comentarios jocosos y las miradas lascivas, sin embargo, ya no se sentían tan cómodas, sino invadidas en su espacio y en su tiempo, privadas del derecho a disfrutar de ese ratito. De repente, el camarero depositó dos cervezas sobre su mesa por gentileza de aquellos que, al parecer, desconocían el significado de las palabras «No, gracias». Las jóvenes se mantuvieron firmes en no aceptar la invitación porque podían pagarse sus propias bebidas, pero ellos insistieron, y no solo eso, sino que cada miembro nuevo que llegaba se unía al juego.
Sucedió en este barrio. Me lo contó una amiga, que es la madre de una de las chicas. Cuando el padre se enteró, le dijo que debería haberlo llamado. Entiendo su reacción, es la propia de alguien que quiere proteger a su hija. Pero también es importante que aprendan a defenderse por sí mismas, concluyó la madre, y estoy de acuerdo. Lo que me indigna y no logro asimilar es que dos palabras tan sencillas como «No, gracias» puedan resultar tan difíciles de comprender y respetar. No es no y punto.
Mar Montilla