Redacció: Mar Montilla
Ayer, mientras ponía la lavadora, me dio por recordar cómo era la primera que tuvimos en casa, allá por los años 70. La imagen, borrosa y lejana, dibujó en mi mente un armatoste al que se le levantaba la tapa, se le echaba agua y detergente, y un émbolo central iba girando a izquierda y derecha, removiendo los trapos de un lado a otro, ¡todo un lujo! Hoy lo comentaba con mi madre y nos reíamos. Luego, una cosa ha llevado a la otra, y aunque es muy reacia a hablar del pasado —pero a mí se me da bien tirar de ese hilo—, ha acabado contándome cómo hacía ella la colada cuando era una muchacha. En su pueblo, por aquel entonces, no había agua corriente en las casas. Las mujeres metían la ropa sucia en un barreño, se lo colocaban en la cadera y se iban al río. Llegaban a la orilla, hacían un pequeño embalse con piedras, para que la corriente no arrastrara las prendas, sacaban la tabla de lavar y la pastilla de jabón, se arrodillaban y venga a restregar, hasta que no quedara ni una sola mancha. A esta ardua tarea había que añadir otras como ir a la fuente a por agua para cocinar. Así se «entretenían» ellas, mientras ellos trabajaban. Esto me lleva a pensar en una película preciosa que vi hace tiempo: La fuente de las mujeres. Trata sobre un grupo de féminas bereberes que, hartas de ir a buscar agua a lo alto de la montaña, se declaran en huelga de sexo y deciden que no mantendrán relaciones con sus maridos hasta que el agua corriente llegue a la aldea. Entretenida y conmovedora, aborda temas como el machismo, la violencia de género y, sobre todo, la sororidad.