MAR MONTILLA
¿Sabíais que menos de un treinta por ciento de las personas que se dedican hoy a la investigación científica son mujeres? Yo no soy un buen ejemplo, porque mi interés por las letras se remonta hasta donde me alcanza la memoria, pero me pregunto si la aversión a la tecnología de la mayoría de las féminas que conozco responde a una infancia orientada a potenciar determinadas aptitudes que se presuponen más femeninas que otras.
Las niñas necesitan referentes y eso no será posible sin una revisión a fondo de los libros de texto. Los nombres de Hipatia y Marie Curie nos suenan a todas y a todos, pero ellas no fueron las únicas. Otras ni siquiera pasaron a la historia porque fueron ignoradas. Es el «efecto Matilda»: la reticencia a aceptar los logros científicos alcanzados por mujeres, o atribuir esos mismos logros a sus maridos o compañeros.
Poco conocidas pero significativas han sido las aportaciones de Nettie Stevens, que descubrió los cromosomas que determinan que una criatura nazca con genitales masculinos o femeninos; o las de Margarita Salas en el campo de la biotecnología y estudios del ADN; o las de Rosalind Franklin en materia genética.
Curioso es el caso del neurobiólogo trans Ben Barres, que hizo la transición a hombre cuando ya llevaba años dedicándose a la investigación. Sus publicaciones firmadas como mujer fueron ninguneadas. La comunidad científica le prestó atención cuando pasó a llamarse Ben Barres. Incluso en algún seminario sus colegas comentaron que sus trabajos eran mucho mejores que los de su hermana Barbara.
No, no queremos más Matildas.