La literatura está llena de obras publicadas bajo seudónimo. Las razones que pueden inducir a alguien a no firmar con su verdadero nombre son muy diversas, ¿pero sabíais que ocultar que es mujer es una de las principales? Sin ir más lejos Víctor Català, autor de novelas como Solitud, esconde la identidad de Caterina Albert. Y la verdadera pluma que dio vida a La gaviota no fue la de Fernán Caballero sino la de Cecilia Böhl.
Detrás de la decisión de adoptar un apodo masculino hay un sinfín de anécdotas. ¿Os cuento algunas? Una joven profesora inglesa pidió opinión sobre sus escritos a Robert Southey. Respuesta del poeta: «La literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer, y no debería ser así». Aquella muchacha no se rindió. Publicó como Currer Bell y alcanzó un gran éxito con su novela Jane Eyre. Hoy la conocemos por Charlotte Brönte. También sus hermanas recurrieron al seudónimo: Emily —Cumbres borrascosas— como Ellis Bell y Anne —Agnes Grey— como Acton Bell. El caso de la francesa Colette, autora de El fanal azul, fue aún peor: ella escribía y su esposo, un tal Henry Gauthier-Villars, firmaba los libros, llevándose todo el mérito. Sobre Frankenstein, de Mary Shelley, dijeron que era imposible que una mujer hubiese concebido un relato tan espeluznante y adjudicaron la autoría a su marido Percy. Incluso en una época más reciente, antes de que la autora de Harry Potter cerrara el contrato con su editor, este le pidió que no firmara como Joanne sino como J. k. Rowling, para evitar la reticencia de los lectores potenciales al saber que era mujer.
MAR MONTILLA