Derribando armarios I Violencia y estigma en el sistema sanitario

Chris El-Bahr

Las personas queer y del colectivo LGTBIQA+ sufrimos de forma constante violencia y estigma por parte de las instituciones sanitarias.

Aún recuerdo cuando con tan solo diecinueve años fui a mi CAP, aterrorizada, tras haber tenido relaciones sexuales sin preservativo. Cuando le comenté a mi doctora que necesitaba hacerme unos exámenes de infecciones de transmisión sexual (ITS), ella comenzó a interrogarme y culpabilizarme —como si no fuera bastante con el propio juicio que yo misma me hacía, a una edad en que desconocía muchísimo sobre las ITS—, como si hacerse unos análisis fuera algo innecesario e inmoral.

Lo primero que me dijo fue: «debes tener en cuenta que no solo existe este riesgo, sino también el del embarazo de la chica». A lo que yo respondí: «no hay chica». Ahí su respuesta, acompañada de cara de asco fue: «¡pues con más motivo!».

Salí de su consulta con una petición de analíticas acompañada de un trauma y una lección aprendida: nunca volvería a solicitar este tipo de pruebas en un CAP.

Años más tarde, con alguna que otra experiencia desagradable a mis espaldas, viví la que tal vez haya sido la más horrible:

En el año 2018, tuvieron que intervenirme quirúrgicamente de un quiste en el glúteo. Cuando fui a la primera consulta postoperatoria con el cirujano, en la que aparte me iban a retirar los puntos, me encontré encerrada en una sala con la persona más LGTBIQAfóbica que me he topado en una institución. Por aquél entonces, yo ya me consideraba una persona no-binarie y tenía una expresión de género bastante andrógina. En cuanto me vio entrar y me tumbé en la camilla, se dirigió a mí con gesto de desagrado y me dijo: «tío, ¿te pintas las uñas?» Yo respondí con un: «sí, ¿qué pasa?» Hizo algún comentario despectivo más sobre mi forma de vestir y, sin apenas mirarme la cicatriz, se sentó frente a su ordenador a revisar mi informe. Comenzó a hacerme preguntas —nada vinculadas con la cirugía— sobre mis prácticas sexuales. Yo respondí a todo con naturalidad y él concluyó que ese quiste en el glúteo —aclaro que quedaba bien lejos del recto— me había salido por practicar sexo anal y que si no dejaba de hacerlo me volvería a pasar. Me quedé atónita, sin saber cómo reaccionar más allá de reírme y afirmar que estaba mintiendo y que aparte lo sabía, pero a la vez me sentí impotente de no poder responderle debidamente ya que me encontraba sola en aquella consulta y con los puntos en manos de ese hombre.

Estas son solo dos de las múltiples situaciones que he vivido. Como la ardua gestión a la que me he enfrentado cuando he necesitado pedir la profilaxis post-exposición al VIH tras noches en las que apenas recuerdo qué hice —cuando en esos casos tienes un reloj en cuenta regresiva en el que cada segundo de las 72 horas de las que dispones es oro—.

Ahora trabajo en un CAP y puedo afirmar la urgente necesidad de que personas del colectivo ocupemos estos espacios en los que la cisheteronorma reina más que en ningún otro sitio.

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