Iracundas

Estaba en la playa. Había ido sola, como de costumbre. Extendió la toalla, se untó la crema y se tumbó. Se entregó a la placentera modorra que provoca la caricia del sol, con el rumor del mar de fondo.
Al incorporarse, vio que un hombre la miraba con insistencia. Lo ignoró y fue a darse un baño. Cuando emergió del agua, se enfrentó de nuevo a aquellas pupilas. Aunque la incomodaba, trató de restarle importancia. Se echó y cerró los párpados, pero si los entreabría, pillaba a aquel tipo cada vez más cerca. No logró relajarse. Quería gritarle que la dejara en paz, pero sus cuerdas vocales se negaban a obedecer. La persecución se hizo más descarada. De repente, ya no eran solo unos ojos, sino una cámara de móvil. Al darse cuenta se levantó de un salto, se vistió, recogió sus bártulos y se alejó a toda prisa. Tenía ganas de llorar y estaba rabiosa, ¡rabiosa! Por no defenderse; por escapar.
Mientras leía un artículo que trataba sobre cómo se nos enseña a las mujeres, desde niñas, a guardar la compostura y contener la ira, no podía dejar de pensar en esta anécdota que me contaron. Le sucedió a una amiga, pero podría haberte pasado a ti, o a mí. Él violó su intimidad; ella se enfadó consigo misma.
Él robó su libertad; ella se sintió culpable. Él le impidió disfrutar de su tiempo de ocio; ella abandonó el lugar. ¡El mundo al revés! Violencia machista, agresiones sexuales, sumisión química, pinchazos, abusos, acoso… ¿Cuánto más debemos soportar para ganarnos el derecho a expresar nuestra furia sin avergonzarnos? Nos quieren dóciles, sumisas. Nos sentimos iracundas.

Mar Montilla

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